martes, julio 16, 2024

Stalin-Beria. 3: De la guerra al fin (4): El deportador que no pudo con Zhukov

Brest-Litovsk 2.0
La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda 



La NKVD, en todo caso, protagonizó frecuentes e importantes operaciones de deportación conforme la URSS fue ganando terreno. Ya en agosto de 1941, cuando la República Autónoma Alemana del Volga fue abolida, los habitantes alemanes de la misma fueron deportados a Siberia y Kazajstán; como lo fueron los alemanes residentes en Ucrania, Crimea, Kuban y el Cáucaso.

Cuando la URSS fue recuperando terreno, lo cierto es que consideraba como potenciales traidores a todos; también a los soviéticos. Se decidió, por así decirlo, que determinados grupos étnicos habían sido colaboracionistas con los nazis, lo que provocó su exilio en masa. Los primeros de la lista, noviembre de 1943, fueron 68.938 miembros de la etnia karachi del Cáucaso septentrional. Luego siguieron 93.139 kalmukos en enero de 1944. El 20 de febrero, Beria, Serov, Stepan Solomonovitch Mamulov y Bogdan Kobulov viajaron a Grozny para supervisar personalmente la deportación de los chechenos e ingusetios. 200.000 tropas, sobre todo de la NKVD, formaron parte del proyecto (porque no os lo he dicho, pero la NKVD para entonces era en sí un pequeño ejército con no menos de 600.000 efectivos). Medio millón de personas recibieron la patada. El 24 de febrero de 1944, Beria le propuso a Stalin la deportación de los balkarios, una etnia del Cáucaso septentrional. La operación se llevó a cabo en el mes de marzo, y supuso la expulsión de sus hogares y de su tierra de 337.103 personas. En mayo, Beria decidió ir a por los tártaros crimeos que, en número de 180.000, fueron reasentados en Uzbekistán. En junio de 1944, Beria impulsó el exilio de 33.000 búlgaros, griegos y armenios establecidos en Crimea.

Decenas de miles de estos exiliados murieron en el camino, transportados en vagones como ganado. Pero esas imágenes no le interesan a nadie. En la Europa de la segunda guerra mundial, los únicos humanos hacinados en trenes fueron los judíos. Claro, claro...

En octubre de 1944, 354.590 soldados soviéticos cuyo gran crimen había sido ser apresados por los alemanes estaban controlados por la NKVD que, por supuesto, no les dejó volver a sus casas. Todos fueron sometidos a investigación, tras la cual 36.630 fueron entregados al SMERSH. Tras Yalta, reunión en la que se firmó un acuerdo de intercambio de prisioneros, los aliados occidentales enviaron a la URSS a todos los que tenían, incluso a los que no querían volver, porque así insistieron las autoridades soviéticas. El Sovnarkom creó una organización especial para estos repatriados, al mando del general Filip Ivanovitch Golikov, aunque en realidad el que controlaba el machito era Beria.

Remaba a favor de corriente. Conforme la victoria soviética se fue haciendo más cercana, el Partido comenzó a sentir que ya no tenía que admitir el mando militar de la misma manera que lo había hecho. Las directrices políticas ganaron momento y, con ellas, lo ganó también Beria. En noviembre de 1944, esto se hizo bien claro con el cese de Voroshilov como vicecomisario de Defensa, mientras que conservaba su puesto Nikolai Bulganin que, no se olvide, no era militar sino político (bueno, chekista).

Esto, inmediatamente, causó que la estrella del mariscal Zhukov comenzase a brillar con menos fuerza. En mayo de 1945, en todo lo gordo de la victoria, Zhukov fue premiado por haber salvado a la URSS, mientras Stalin se quedaba paralizado, con el mando de la administración militar soviética en Berlín. Beria le coló a Ivan Serov de asistente, como jefe de la administración civil. Inmediatamente, comenzaron a llegar a la mesa de Stalin informes que hablaban de un Zhukov que iba por ahí diciendo que la guerra la había ganado él y que estaba planeando una conspiración contra Stalin. La gente de Beria, además, trató de secar de información a su teórico jefe. Por ejemplo, parece ser que no le contaron a Zhukov que habían aparecido los restos de Hitler. Todo aquel tema se lo cocinaron entre la NKVD y el SMERSH.

En el verano de 1945, las acusaciones contra Zhukov se incrementaron. A finales de año, Stalin denunció al mariscal en una reunión celebrada en el Kremlin. En abril de 1946, Zhukov se enfrentó con Viktor Abakumov, que había ido a Berlín y estaba comenzando a detener oficiales soviéticos. El mariscal fue llamado a Moscú, a una reunión de la Stavka o Alto Mando. Allí Stalin, Beria y Kaganovitch lo acusaron de ser un conspirador. La reunión, sin embargo, aparentemente le salió a Stalin como la rana. El Alto Mando estaba trufado de militares, y allí nadie levantó una mala palabra contra su camarada y comandante. Es probable que Stalin se diese cuenta, en ese momento, que si, como estoy seguro que tenía planeado, Zhukov era arrestado en el pasillo nada más salir, allí se podía liar leoparda; y, con un ejército que acababa de ganar una guerra, lo mismo eran sus huevos los que acababan colgando de un gancho. Así pues, lo degradó (le dio el mando del distrito militar de Odesa) y lo expulsó del Comité Central. Pero lo dejó vivo y con fuerza suficiente para, ocho años después, llevarse a Beria por delante, quizás personalmente.

En julio de 1945, los altos mandos de la NKVD recibieron galones militares, y el propio Beria fue nombrado mariscal. La cosa parecía cojonuda para él. Pero, con el tiempo, Lavrentii acabaría pagando carísima aquella reunión de la Stavka que, sin duda alguna, había preparado él.

Conforme avanzó el año 1945, Stalin comenzó a ocuparse en mayor medida de los informes que le llegaban y que implicaban colaboración entre sus tropas y el resto de aliados. Ahora se veía como posible una colaboración que había sido más que compleja durante la guerra. Tan pronto como el 12 de julio de 1941, Stalin había recibido la visita del embajador británico en Moscú, Stafford Cripps. Ese mismo mes, envió una misión a Londres dirigida por el general Golikov. La intención era conseguir una mayor colaboración técnica de los británicos y, si era posible, convencerles de realizar un desembarco en el continente, o en el Ártico. Golikov fue también enviado a EEUU para solicitar ayuda urgente. El 18 de julio, en su primer mensaje a Churchill, insistió en que para debilitar a Hitler era crucial abrirle un frente, o bien en el norte de Francia, o bien en el Ártico. Apenas ocho días después de ese mensaje, el primer ministro británico estableció la imposibilidad de una operación como ésa. Stalin, sin embargo, permanecería bastante centrado en este asunto hasta mediados de 1944.

Churchill estuvo en Moscú en agosto de 1942. En esa visita, acompañado en las entrevistas por el embajador estadounidense Averell Harriman, trató de convencer a Stalin de la imposibilidad del desembarco ártico. Stalin tuvo lógicamente que aceptar los hechos consumados; pero dejó claro que la ausencia de esa operación, unida a la fecha relativamente tardía del desembarco de Normandía, venía a suponer que la URSS había de asumir en solitario la gran parte del peso de la victoria sobre Alemania. Este prestigio moral, unido a las polladas mentales del progre avant la lettre Franklin Roosevelt, habría de cobrarlo el líder comunista en la carne de los polacos, bálticos, checos, húngaros y demás.

Durante todo este proceso, el secretario general del PCUS desplegó varias políticas pragmáticas tendentes a ganar peso moral frente a sus aliados occidentales. En la primavera de 1943, la Komintern votó su disolución. Asimismo, el 4 de septiembre de 1943, Stalin invitó a G. G. Karpov, entonces jefe del Consejo de Asuntos de la Iglesia Ortodoxa Rusa, a visitarle en su dacha. Allí lo recibió junto con Malenkov y Beria, y le invitó a discutir el papel de la Iglesia en el esfuerzo de guerra. Tras esa entrevista, Stalin decidió recibir a los metropolitanos Sergio (Iván Nikolayevitch Stragorovsky), Alexei y Nikolai, máximos representantes de la Iglesia. Juntos acordaron la elección de un nuevo patriarca (bloqueada por los comunistas desde 1925) y la apertura de algunas instituciones educativas religiosas. Aquella reunión fue la única entre el jefe del Partido Comunista y los de la Iglesia ortodoxa en los siguientes 44 años.

Este gesto de Stalin estuvo íntimamente ligado a la celebración de la conferencia de Teherán, a finales de aquel año. Stalin quería llegar a dicha conferencia para obtener la apertura de un segundo frente, así como un incremento en la ayuda. Los esfuerzos internacionales de Stalin, una vez que recuperó la compostura, se centraron en conseguir cuantos más apoyos mejor, mientras trataba de asegurarse que Japón y Turquía permaneciesen neutrales frente a la URSS.

En el día de la victoria en Europa, ¿a qué estaba Stalin? Pues estaba con Beria, terminando de redactar un decreto, que firmó dos días después, dirigido a los comandantes de las tropas en ese momento fronterizas con los aliados. Este decreto organizaba el traslado de los prisioneros de guerra soviéticos que le fuesen entregados al Ejército a un centenar de campos de asentamiento. El infierno de aquellos combatientes no sólo no había terminado, sino que, para muchos, no había hecho sino empezar. Stalin, por lo demás, estaba que echaba las muelas con los relatos que le llegaban de fiestas y cachondeos compartidos entre soldados occidentales y soviéticos.

El 28 de junio, Stalin firmó la orden por la que deberían prepararse las operaciones bélicas contra Japón, en cumplimiento del compromiso que había adquirido en Yalta. Era el último movimiento de la guerra. Stalin era entonces un hombre de 65 años y estaba sicológica y físicamente exhausto por las interminables sesiones de trabajo que venía sosteniendo de cuatro años atrás. Harry Truman y Winston Churchill habían acordado la fecha del 15 de julio para la reunión de Potsdam; el presidente estadounidense había dilatado un poco la reunión, porque quería, primero, conocer los resultados de las pruebas de la bomba atómica, una nueva arma sobre la que Stalin no sabía nada, aunque también estaba haciendo sus propios experimentos bajo la atenta mirada de Beria. En Potsdam, cuando Truman le informó de la buena pinta que tenían los primeros test realizados en Nuevo México, Stalin afectó no sentirse interesado por la noticia; pero esa misma tarde le escribió a Beria conminándole a acelerar los trabajos.

Stalin se negó en redondo a ir a Berlín en avión. Hubo, por lo tanto, que diseñar un viaje en tren. La asistencia de Stalin a Potsdam, de hecho, implicó a miles de personas. Véase:

  • Se habilitaron 62 casas, por un total de 10.000 metros cuadrados; más una casa de dos plantas para Stalin, de 400 metros cuadrados. Molotov también recibió una casa de dos plantas y once habitaciones.

  • En la casa de Stalin se habilitó un centro de comunicaciones.

  • Toda la comida, bebida, y delicatessen se trajo de la URSS.

  • Tres almacenes redundantes se crearon cerca de Postdam, incluyendo granjas de animales vivos, tiendas de vegetales y dos panaderías en constante producción. Todo gestionado por personal traído desde la URSS.

  • Se prepararon dos aeródromos especiales.

  • Se desplazaron siete regimientos de la NKVD y 1.500 tropas del Ejército, formando tres círculos concéntricos.

  • El tren especial, blindado, realizaría un trayecto de 1.923 kilómetros: 1.095 en la URSS, 594 en Polonia, y 234 en Alemania. La seguridad en la ruta sería garantizada por 17.000 tropas de la NKVD y 1.515 del Ejército. Entre seis y quince hombres serían apostados en cada kilómetro.

  • El trayecto, además, estaría vigilado por ocho trenes blindados más de la NKVD.

Ésta, en todo caso, no fue la única ocasión de una exhibición de este tipo. Cuando, pasada la guerra y las conferencias, Stalin se fue por primera vez a Sochi, aparte de una operación monstruo en la zona en la que fueron arrestados hasta los ratones con la cola demasiado larga, el camino boscoso entre los ríos Golovinka y Psou se peinó centímetro a centímetro. Se pusieron 184 puestos de vigilancia entre la estación de tren y la dacha y, durante toda la visita, se mantuvo un tren blindado dispuesto en la estación.

Todo aquello estaba muy lejos de recordar el ascetismo de aquel mismo secretario general del PCUS en la segunda mitad de los años veinte, ocupando apartamentos relativamente modestos y llevando una vida casi eremítica. Pero es que Stalin, conforme más viejo se hacía, más temía por su vida. Y, además, todo eso que recibía lo recibía, a los ojos del pueblo soviético, con plena justicia, dado que era el gran salvador de la nación soviética, el vencedor de la guerra.

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